martes, 26 de abril de 2011

A paso de tortuga...no, de caracol.

Todavía no puedo creer lo que me pasó hoy. O estoy perdiendo la cordura o la estoy recobrando a punto de maternidad. Sinceramente, creo que es lo último, y eso me hace feliz.


Resulta que este primer día de colegio, después de las vacaciones de Semana Santa, decidí cambiar un poco nuestra rutina matutina para permitirnos tener un poco más de tiempo para todo.

La noche anterior puse la alarma para que sonara veinte minutos antes de lo acostumbrado. Cuando sonó, en lugar de quedarme en la cama “cinco minuticos más por favor”, me levanté enseguida y me fui a dar una vigorosa y revitalizante ducha de agua tibia (todavía no me atrevo con el agua fría, aunque ya se fue el invierno).

Enfundada en mi bata de baño y con una toalla tipo turbante en mi cabeza para secarme el cabello, me fui a la cocina a prepararme un rico café. Me senté en el sofá de la sala de estar a saborear mi cafecito y a meditar un poco, o más bien, a pensar en nada (si tal cosa es posible).

Con la misma sorprendente calma me vestí, me sequé el cabello, me puse la cremita anti-arrugas, me rocié el perfume preferido y hasta tiempo tuve para maquillarme meticulosamente. Todo en paz, casi en estado de levitación total.

A todas estas, mi pequeña Lucía aún dormía profundamente. Cuando se despertó, ella también parecía estar contagiada de esta inusual calma. Sonriente accedió a levantarse, sin quejarse y sin decir que no quería ir al cole, lo que hace algunas veces. En ese punto, comencé a preguntarme qué nos estaría pasando, pero decidí aceptar los hechos y no cuestionar nada.

Desayunamos en paz, devorando hambrientas nuestros platos de cereal. Lucía prácticamente se vistió sola, me dejó que le cepillara los dientes sin rechistar y se puso la chaqueta a la primera vez que se lo pedí. La toqué a ver si tenía fiebre o algo; me pellisqué en el brazo para asegurarme de que no estaba soñando.

Miré el reloj y me di cuenta de que todavía era demasiado temprano para salir, aún teníamos tiempo de sobra, así que aprovechamos para leer uno de los cuentos preferidos de Lucía (insólito, jamás podemos hacer eso en las mañanas).

Salimos de casa y caminamos tranquilas hasta la parada del autobús. Esta vez tomamos uno que pasa más temprano al que usualmente abordamos. El trayecto hasta el colegio, que normalmente caminamos un poco apuradas, lo hicimos a paso de tortuga, haciendo tiempo para no llegar al cole demasiado temprano y encontrarnos las puertas cerradas aún.

A ese paso, típico de paseo dominguero, puede uno ver muchas cosas a las que normalmente no prestas atención, al menos no en un día de semana. Vimos por lo menos una docena de alegres pajaritos, unas hermosísimas rosas amarillas en un jardín envidiable, un abuelo con cara de felicidad contándole una divertida historia a su nieto y… un CARACOL. Si, un CARACOL.

Yo tenía años que no veía un caracol de verdad. Lucía y yo nos quedamos fascinadas, observando cómo se movía, con su característica parsimonia y lentitud, congeniando con un grupo de hacendosas hormigas en plena faena. Allí nos quedamos un buen rato, hasta que miré el reloj y me percaté de que ahora si debíamos apurarnos porque de lo contrario llegaríamos tarde al cole. Ay, ¡qué estrés!











No hay comentarios:

Publicar un comentario