Digo esto porque lleva ya más de una semana haciendo unas pataletas horribles. No ha sido todos los días, pero con la suficiente frecuencia como para ponerme los nervios de punta. La mayoría las ha hecho cuando estamos en casa, pero al menos un par de veces estas pataletas las ha hecho en la calle, en público.
La de hoy fue mientras íbamos en el autobús, nada más y nada menos, ya de regreso a casa, después de recogerla en el colegio y llevarla a jugar un rato al parque. El lío que armó porque no quise comprarle un dulce de chocolate (ya era cerca de la hora de cenar), fue de película.
Imagínense la escena: el autobús repleto de gente hasta el tope, ella sentada en mis piernas en el único asiento que minutos antes un joven y fornido caballero finalmente nos cedió, ella moviéndose como si fuera una lavadora en el ciclo de spin, en un esfuerzo por librarse de mi firme abrazo. Sus gritos casi me dejan sorda, no sólo a mí, sino a todos los pasajeros, algunos de los cuales me miraban como si yo fuera el lobo y mi hija la Caperucita Roja.
Nunca en mi vida había sentido con tanta urgencia la necesidad de respirar hondo, bien hondo y profundo, para mantener la calma y la cordura. Entre tantas miradas, logré divisar la de una madre solidaria y compasiva que me sonrió como diciéndome “tranquila, todas las madres pasamos por esto, ya se calmará”.
Y yo que pensaba que esto de las pataletas era una etapa superada ya!