Debemos enseñar a nuestros niños a
enfrentar la violencia con más violencia?
Es obvio para mí, y estoy segura que para muchos de ustedes
también, que la respuesta a esta pregunta es un rotundo NO. Lo que me sorprende
es que haya muchos padres y madres para quienes la respuesta es un rotundo e
inequívoco SI.
Paso a contar una anécdota de lo que presencié hoy en una
fiesta de cumpleaños, la última de este año escolar a la que asistimos
(¡gracias a Dios!). Lo que pasó me motivó a sentarme frente a mi computadora a
escribir tan pronto como llegamos a casa:
Todo comenzó muy bien. Una gloriosa y soleada tarde de
verano en un agradable parque de aventuras en la localidad de la costa
mediterránea donde vivimos, era el ambiente perfecto para disfrutar y ver cómo
nuestros niños se divertían. Había una serie de juegos y talleres al aire libre
con los que mantener entretenidos a los pequeños. Luego vino la merienda, la
torta o pastel de cumpleaños (que en este caso no era el pastel tradicional
sino más bien una rosca con varios huevos Kinder de chocolate, uno para cada
niño) y la apertura de los regalos por parte de los cumpleañeros. Después vino
el rato para el juego libre, jugar y jugar, cada quien con quien quisiera,
mientras los padres y madres hablábamos de las mismas tonterías de siempre.
Hasta ahí todo muy bien.
De pronto vimos como un niño, por cierto uno de los más
tranquilos, amables y educados de la clase de mi hija, venía corriendo hasta
donde estaba su mamá, llorando desconsolado y con la mano sobre la sien
derecha. Cuando su madre le apartó la mano para ver lo que le había ocurrido,
lo que tenía era un hematoma enorme, lo suficientemente inflamado como para que
no pudiéramos verle la mitad del ojo.
-
¿Qué te pasó? ¿Te has caído? ¿Cómo ha sido
esto?, le pregunto la madre sorprendida y ansiosa, pero en control total (¡ella
también es elegante, educada y amable!)
-
No, no…, dijo él.
-
Pero entonces, ¿qué te ha ocurrido?, insistió la
madre.
-
Ha sido fulanito de tal (no voy a utilizar
nombres reales por razones obvias), me ha pegado con la raqueta de ping-pong.
-
Pero, ¿por qué? ¿qué ha pasado?, continuó la
madre en su intento por indagar más en el hecho.
-
Bueno, estábamos jugando con la raqueta de ping-pong, y él me la quería quitar…
yo no quería que me la quitara…yo lo empujé y al final él pudo más que yo, me la quitó y después de que me la quitó me
pegó duro con ella en la cara.
De inmediato, la madre le comenta lo sucedido a la otra
madre, y ésta fue a hablar con su hijo. Al volver, ambas madres se sentaron y la madre
del agresor (le tengo que llamar así porque no hay otra palabra para
describirlo) le comenta a la madre del agraviado lo apenada que está y pide
disculpas. Todo esto al tiempo que comenta lo siguiente a manera de
justificación o defensa, o para empeorar más la cosa, la verdad es que no lo sé:
-
Qué pena, me siento mal, porque yo le he estado
enseñando a fulanito que si le pegan que se defienda y devuelva el golpe,
porque no puedo permitir que a mi hijo le peguen. El otro día le pasó con un
niño en el colegio que le quiso pegar y a partir de allí le estamos enseñando a
defenderse, dijo la madre del agresor.
-
Bueno, pero por lo que me cuenta mi hijo lo que
él hizo apenas fue empujarlo, y tu hijo respondió quitándome la raqueta a la
fuerza y golpeándole en la cara. Me parece un poco desmesurada su reacción,
dijo la madre agraviada.
-
Bueno, pero es que tiene que saber defenderse,
agregó la madre del agresor.
-
Pero no es la mejor manera…, comentó la madre
agraviada.
Y allí me metí yo en la conversación, porque no pude
aguantarme más:
-
¿Pero tu realmente crees que la violencia se
debe enfrentar con más violencia?, le pregunté a la madre del agresor.
-
Claro, y si no, ¿de qué otra manera?
Los argumentos de que es mejor enseñar a los niños a
comunicarse de manera positiva y asertiva para resolver conflictos cayeron en
oídos sordos.
-
No, yo lo que creo es que tengo que advertirle
que no puede pegar a los amigos de su clase…pero si es cualquier otro niño,
pues sí, porque tiene que defenderse, insistió.
Insistí en mi argumento pero sin éxito. Hasta ahí lo dejé. Me
levanté de la silla y me fui a hablar con otros padres y madres, de otros
temas. Si algo he aprendido en esta vida es a administrar bien mis energías y
la conversación estaba comenzando a indignarme y desgastarme.
Qué lástima que todavía haya familias que pierden una
valiosa oportunidad de desalentar la violencia y en su lugar criar mensajeros
de paz.